El Tintín de Spielberg
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Además de la del común de los espectadores, esos que acuden al cine buscando un buen espectáculo que les haga pasar un rato agradable, a quienes sin duda satisface por completo, la adaptación de las aventuras de Tintín de Spielberg ofrece como poco otras dos miradas: la del cinéfilo y la del tintinófilo. Tanto uno como otro tienen argumentos más que suficientes para apostillar el entusiasmo que la cinta viene despertando desde sus primeras proyecciones.
Quienes van al cine a admirar una obra de arte, pueden hablar de una película -como todas las del Spielberg apto para menores- pródiga en planos que te atrapan -además de por el omnipotente marketing que les precede- por la aparatosidad de las caprichosas imágenes que muestran. Pero nunca por lo que están contando y menos aún por lo que aportan a la narración, a ese hilo de Ariadna -a ese desarrollo del asunto- que tanto respetaba el gran Hergé.
Bien es cierto que la Fundación Hergé, Bruselas en pleno e incluso muchos grandes tintinófilos, han apoyado con el entusiasmo del común de los espectadores la cinta. Pero los que obtuvimos el don de la infancia infinita en la vuelta sistemática a las aventuras del Valiente, esos "jóvenes de 7 a 77 años", que se les llamaba en la publicidad de los míticos álbumes con el lomo de tela que guardaban las primeras ediciones españolas de Tintín, también tenemos motivos para ser más papistas que el Papa.
Parece ser que Hergé dijo que Spielberg era la única persona que podría llevar al cine a Tintín. De lo que sí hay constancia de que no quería que nadie continuara dibujando al Mejor Periodista del Mundo tras su muerte. Por eso nunca se llegó a colorear Tintín y el Arte Alfa, el álbum aparecido en 1986, dado a la estampa exactamente igual que estaba tres años antes, cuando La Parca se llevó al maestro. Por eso, Tintín ha permanecido infatigable e indeleble desde que, más escéptico que nunca, regresó a Moulinsart en Tintín y los pícaros (1976). Así, nuestro favorito no se ha convertido en esa especie de campo de pruebas para los grandes dibujantes, que ya empiezan a ser las aventuras de los grandes discípulos del reportero: Blake y Mortimer.
Con todo, cumple reconocer que Spielberg ha mostrado por Tintín un respeto mucho mayor que el que le inspiró James M. Barrie cuando tuvo a bien darle una patada a Peter Pan en Hook, el capitán Garfio (1991). Por no hablar del atropello a H. G. Wells en la adaptación que perpetró de La guerra de los mundos en 2005.
Hay detalles que llevan a pensar que el Rey Midas de Hollywood también es un auténtico tintinófilo. Sin ir más lejos, no cae en el error de todos los profanos, convencidos de que Hernández y Fernández son iguales. Así, los mostachos de los dos policías muestran las debidas diferencias. El periódico que lee el Valiente es Le Petit Vingtième, donde firmaba sus crónicas. Los titulares enmarcados en las paredes de su domicilio -aún en la calle del Labrador 26 y con la señora Mirlo de portera- dan cuenta con una delicadeza exquisita de la recuperación del cetro de Ottokar y demás proezas del infatigable reportero.
De alguna manera, esa panorámica por las noticias de sus aventuras viene a ser una continuación de la secuencia de los títulos de crédito, que discurren entre los principales objetos y personajes de la serie. Hay algo en esa simpática amalgama que recuerda a las guardas blancas y azules de los álbumes, con aquella abigarrada galería de los retratos de los personajes, que predecía a las amadas viñetas que habrían de otorgarnos el impagable don de la infancia infinita.
Y nos descubrimos sobre todo ante ese primer plano de la película que nos muestra al gran Hergé dibujando al Valiente en el mercado de las pulgas, donde va a dar comienzo la historia. El buen tintinófilo sabe que Hergé, como su admirado Hitchcock[1], gustaba autorretratarse en algunas viñetas. Esta en que nos lo muestra Spielberg, entregando al Tintín real el dibujo que acaba de realizarle -la verdadera estampa del periodista-, sintetiza además el espíritu de la película. Éste no es el de la adaptación al pie de la letra -reproducción exacta de la viñeta, será mejor decir- sino el del espíritu de las aventuras. O lo que es lo mismo, la adaptación por antonomasia.
Desde esta perspectiva, es tan lícito que se mezclen tres álbumes -El cangrejo de las pinzas de oro (1941), El secreto del Unicornio (1942) y El tesoro de Rackham el Rojo (1943)- como discutible el título español que, al original de Las aventuras de Tintín, añade el de El secreto del Unicornio. Se da así lugar a un equivoco al que Spielberg no induce. El realizador pone claro desde el primer momento que su Tintín va a ser otro, el que inspire los juguetes de regalo en las hamburgueserías durante las próximas semanas, no el que habita en lo más intimo de nuestros corazones desde que inauguró nuestra mitología personal, cuando abríamos lo ojos a un mundo lleno de miserables aun más grandes que todos aquellos que por intentar doblegarle maltrataron a Milú.
Se impone asimismo alabar el gusto del realizador al solventar el problema de la máscara, uno de los grandes atractivos de esa escuela de la Línea Clara del cómic, de la que la obra de Hergé es pórtico y meridiano ejemplo. Por máscara entendemos esa caricatura, que a la postre son los personajes que protagonizan las bienamadas viñetas, enmarcada en una ambientación realista.
Spielberg resuelve este asunto, en verdad complejo, con maestría. Lo hace caracterizando a sus actores hasta resultar caricaturescos e insertarlos en un mundo tan real que incluso tiene tres dimensiones. Particularmente, esta última característica a mí me ha devuelto al Wiew-master de mi infancia, un visor tridimensional en el que contemplada filminas de los Looney Tunes y otras glorias de la animación pretérita. Pero no divaguemos.
El cineasta resuelve con acierto idéntico al problema de la máscara el del habla de Milú. Siendo el sin par fox-terrier el Mejor Perro del Mundo, no es de extrañar que en las primeras aventuras fuera un auténtico interlocutor de Tintín. Aunque a medida que se fueron incorporando personajes a la serie, el periodista y el terrier dejaron de mantener sus diálogos, Milú continuó siendo un perro dotado de conciencia hasta en las últimas entregas. Recuérdese su célebre dilema ante el mensaje en Tintín en el Tíbet (1960).
Esta singularidad ha supuesto un auténtico quebradero de cabeza en todas las adaptaciones cinematográficas del Valiente, pues ver a un perro que habla en una pantalla puede llegar a ser tan ridículo como la era la hoy olvidada mula Francis. Spielberg, consciente de ello, prefiere dejar a Milú en la mudez. Pero conserva sus problemas de conciencia. En un momento dado, el singular animal duda entre su deber y una de esas porquerías, que tanto despiertan su apetito pese a las reprimendas del periodista. Su bravura para defender a Tintín, a despecho del peligro, también permanece inalterable.
Se reconoce, en fin, que incluso la música de John Williams renuncia a sus fanfarrias habituales -pieza fundamental en el embaucamiento de los espectadores- para mostrarse más enigmática, más acorde con las peripecias de Tintín, mucho más atentas al misterio que a la acción.
Pero el cinéfilo puede criticar Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio por esa monomanía de Spielberg con los ruidos, los trompazos y los efectos especiales. A la larga no son otra cosa que distintas formas de ocultar su falta de vigor narrativo, lo endeble que es su hilo de Ariadna. Al cinéfilo, le resulta como escuchar una composición musical en la que todo es ritmo, sin melodía alguna. Desde esta perspectiva, la película no presenta ninguna novedad, respecto al resto de la filmografía de su realizador, artífice de grandes espectáculos para quienes van al cine a comer palomitas. Pero a su vez filmes de escaso valor para quienes sienten la necesidad imperante de ver películas. Tintín podría ser Indiana Jones. Y si mañana, al bueno de Spielberg, se le pone en las narices adaptar las aventuras de Marco Polo, también se vería envuelto en esas persecuciones aparatosas hasta lo imposible, subrayadas por las fanfarrias de John Williams.
Para el tintinófilo, hasta la llegada al Karabaudjan la cinta discurre con la placidez que siempre proporciona descubrir a los personajes de las aventuras del reportero desde unas nuevas perspectivas. La cosa empieza a salirse de madre una vez a bordo. Esa nefasta tendencia al feísmo del Hollywood actual para dar visas de realidad a lo que muestra, hace que Spielberg abandone el canon de la Línea clara -carente de tonos intermedios, manchas de negro, efectos de luz-, para entrar de lleno en el de la Línea chunga, la estética opuesta, según la polémica habida en la España de los años 80 respecto al cómic. Para comprobar que las estancias de Hergé no guardan ninguna relación con las de Spielberg y rendirse ante la evidencia, basta con regresar a las viñetas de El cangrejo de las pinzas de oro en las que Tintín se libra de sus ataduras y se encarama al camarote del alcoholizado Haddock.
En la secuencia en la que el Valiente se acerca a nado al hidroavión de sus agresores, puede tener gracia que su tupé emerja como la aleta de aquel tiburón gigante que procuró al realizador el favor del público hace ya treinta y seis años. Pero eso del eructo del capitán en el depósito de gasolina del hidroavión, además de que no aparece en el álbum ni por asomo, es una ordinariez de mucho cuidado. Solo cabe atribuirla a ese afán escatológico de un cineasta que llegó a esconder a un niño entre las heces en La lista de Schindler (1993).
Es en las secuencias de Bagghar donde el tintinófilo puede compartir sus recelos con el cinéfilo. Tiene gracia que sea la voz de Bianca Castafiore la que, habida cuenta de su capacidad para romper los cristales, sea la utilizada por Ivanovich Sakharine (Daniel Graig) para reventar la urna que guarda el Unicornio de Ben Salaad (Gad Elmaleh). Pero la secuencia del concierto, en la que se nos cuenta el truco, es tan confusa que se mezclan en ella asuntos tan dispares como la fobia que inspira al capitán y a Milú el arte del ruiseñor milanés -exacerbada por Spielberg hasta resultar cargante- con un halcón que parece llegado del bosque de Sherwood en los días de Robin Hood ex profeso para robar los pergaminos. Es tan grande y tan descabellado el baturrillo de datos inconexos que presenta -invitados con trazas de militares bordurios, la altivez de la Castafiore, los sicarios de Sakharine- que el realizador tiene que echar mano de su recurso más fácil: la persecución entre ruidos, planos de mucho aparato y cantidades industriales de efectos especiales. Es como volver a la vagoneta de Indiana Jones.
Con más de lo mismo se nos lleva al puerto de la ciudad, donde se contraviene el optimismo a ultranza del Valiente y se nos presenta a un Tintín que lo da todo por perdido cuando el Karabaudjan ha partido. El Mejor Periodista del Mundo, el Tintín que amamos los tintinófilos, que salvó a su entrañable amigo Tchang Tching-Jen de las nieves del Tíbet obedeciendo a un presentimiento, jamás hubiese mostrado ese derrotismo que muestra en el puerto de Bagghar el Tintín de Spielberg.
Otro puerto, el de Bruselas, será el escenario del ridículo duelo de grúas entre Ivanovich Sakharine y Haddock. El infantilismo de Spielberg siempre acaba por salir a relucir. Aquí lo hace en esta secuencia en la que los dos antagonistas deciden resolver la vieja pendencia entre sus familias -Sakharine resulta ser un descendiente de Rackham el Rojo- mediante dicho procedimiento. El personaje de Sakharine, que el Rey Midas de Hollywood y sus guionistas tienen a bien enjaretar, carece de la enjundia y la elegancia de los hermanos Pájaro, los antagonistas de Tintín y el capitán en el álbum. Esperamos verles cuando resulta que Sakharine los ha desplazado. Esa ha de ser la causa de que su villanía no acabe de encajarnos. Así que verle en la cabina de la grúa, aludiendo a sus viejos odios, resulta tan repelente como los juegos de los niños del Nunca Jamás de Hook. Tintinófilos y cinéfilos tienen en esa secuencia motivos para hacer sonar la campana en señal de alarma.
Puede que lo mejor del Tintín de Spielberg sea el acercamiento al Tintín de Hergé -el de mi corazón- que a buen seguro impulsará entre miles de personas. Sólo con que uno de ellos encuentre en el culto a Tintín todo el placer que he encontrado yo, la película habrá merecido la pena.
[1] Ya habrá tiempo para hablar de la influencia de Los 39 escalones (Alfred Hitchcock, 1935) en La isla negra (1938).
Publicado el 3 de noviembre de 2011 a las 20:45.